“La igualdad como mandato constitucional”
En la Convención Constituyente de 1994, una joven Lilita Carrió alzó su voz para transformar la idea de justicia en la Argentina. Su intervención no fue técnica, fue fundacional. Habló con el corazón de una generación que había atravesado la oscuridad de la dictadura y que llegaba al recinto con la convicción de que el derecho debía ser un escudo para los más vulnerables.
“No venimos a consagrar privilegios, venimos a consagrar principios”, proclamó. Y con esa frase sintetizó su visión de una nueva justicia constitucional. Una justicia que no se limite a garantizar la libertad en abstracto, sino que igualara los puntos de partida entre hombres y mujeres, ricos y pobres, capital e interior, niños y adultos, personas con y sin discapacidad. Porque —como ella misma dijo— cuando la libertad parte de la desigualdad, sólo consagra la dominación.
Carrió defendió con pasión la gratuidad de la educación pública y universitaria, no como un beneficio sino como un derecho humano con jerarquía constitucional. Recordó que ella misma —como muchos de sus compañeros convencionales— había llegado a ese lugar gracias a la escuela pública. “¿Cómo podríamos negarle a nuestros hijos lo que la Argentina nos dio a nosotros?”, preguntó emocionada.
Y fue más allá. Denunció que una tecnología sin humanidad solo sirve al poder, no al pueblo. Y que sin una educación crítica y liberadora, no habrá Constitución que nos salve de la esclavitud en la sociedad de la imagen y la manipulación.
Ese día, Lilita no sólo habló de leyes: habló de utopías. De federalismo real. De justicia intergeneracional. De libertad con equidad. Y lo hizo con una claridad moral que aún hoy resuena como una advertencia y una promesa.