En una de las jornadas más recordadas del Congreso argentino, Lilita Carrió se plantó frente a la historia y exigió lo que nadie se animaba a decir en voz alta: la exclusión de Julio De Vido de la Cámara de Diputados. No lo hizo desde el rencor ni desde la especulación política. Lo hizo con la fuerza de quien cree que la política debe ser un lugar de ejemplaridad, no de impunidad. Esa tarde, con la Constitución en la mano y la verdad en la voz, Carrió no pidió una sanción, pidió decencia. Y lo hizo sola, como tantas veces, pero de pie.

Subrayando la inhabilidad moral y legal de De Vido, Carrió recordó que el Congreso no podía ser cómplice del saqueo al pueblo argentino. Su voz no fue sólo la de una diputada: fue la de millones de ciudadanos hartos de mirar para otro lado. “No es venganza, es justicia”, dijo con firmeza, y con esa frase volvió a poner a la ética en el centro del debate público.

Ese día Carrió no sólo denunció a un hombre, defendió una idea de país: uno donde la impunidad no tenga banca, donde los corruptos no se refugien en los fueros, donde la política vuelva a ser sinónimo de valores.